Mis amigas me piden perdón un montón de veces. Me piden perdón porque no pueden participar como a ellas les gustaría en nuestra asociación de mujeres. Porque no tienen tiempo. Porque las reuniones les coincide con la natación de la niña, o porque tienen al peque malito cuando salimos a pegar carteles por la ciudad por las noches. Que por las noches les viene fatal, porque su bebé no admite dormir sin su cuerpo al lado. Y que les gustaría hacer más, pero que no pueden.
Mis amigas me piden perdón un montón de veces. Me dicen que les atraviesa la culpa cuando sienten que “no están haciendo lo suficiente”, que a ellas también les gustaría tener tiempo para leer libros y asistir con nosotras a los círculos de lectura feminista, o que lamentan mucho que todo esta ola les haya pillado “en mal momento”. Que ellas, antes de ser mamás, quemaban las calles si hacía falta, pero que ahora tienen que encender la hoguerita en casa para calentar a sus criaturas en las noches de invierno. Y que les gustaría hacer más, pero que no pueden.
Miro a mis amigas cuando me piden perdón un montón de veces. Miro sus ojos cansados, y miro sus manos incansables buscando el chupete, y el tupper de la merienda, y el juguete en el fondo de la mochila para calmar el llanto de sus criaturas mientras me explican que les gustaría hacer más, pero que no pueden. Que esto les ha pillado “en mal momento”.
Miro a mis amigas cuando me piden perdón un montón de veces. Las veo leer las actas de nuestras reuniones con un ojo, mientras con el otro vigilan que las niñas no se caigan del columpio. O mientras recorren el supermercado corriendo porque solo tienen una hora para hacer la compra antes de que salgan del cole.
Miro a mis amigas cuando me piden perdón un montón de veces. Y ayer, también miraba a sus hijas. En la cabecera de la manifestación. Con las caritas pintadas de morado y con las pancartas que hicieron anoche, con el alma rota por el cansancio. Miro a las hijas de mis amigas gritar y dar palmas. Las miro con sus ojitos abiertos, mirando y escuchando a todas las mujeres de su alrededor gritar. Las miro cuando tiran del abrigo de sus mamás para preguntarles por qué estamos tan enfadadas.
Y miro a mis amigas y pienso en cuando me piden perdón un montón de veces. Y me gustaría pedirles perdón a mí. Porque sí. Yo voy a todas las reuniones, y leo libros, y escribo actas, y pego carteles por las noches. Carteles que muchas veces desaparecen al día siguiente. Pero que lo que ellas están haciendo va a permanecer para siempre. Que el esfuerzo que ellas hacen, no solo para sostener sus vidas y las de sus criaturas, sino para, además, explicarles lo importante que es gritar y dar palmas en las calles, es mucho más valioso que cualquier cosa que hagamos las demás. Me gustaría pedirles perdón un montón de veces, en nombre de quienes les llenaron la cabeza de ruido y de culpa pensando que lo que hacen no es suficiente, o que deberían hacer más, o que deberían poder hacer más, o que no pueden.
Miro a mis amigas cuando me dan las gracias un montón de veces: “muchas gracias por todo lo que hacéis”, “muchas gracias por todo vuestro esfuerzo en las calles”, “muchas gracias por transformar esta ciudad”. Y me gustaría explicarles lo mucho que les agradezco lo que ellas hacen. Porque yo he visto a mis amigas enfermar en silencio mientras se esforzaban por sanar el cuerpo ajeno. He visto a mis amigas llorar de agotamiento mientras reconocían el esfuerzo ajeno. He escuchado a mis amigas decirme “no sé de dónde sacas tiempo para hacer tantas cosas” mientras ellas calculaban el tiempo exacto del trabajo al cole, y del cole a la clase de judo, y de la clase de judo a los baños, a la cena y al cuento antes de dormir.
Miro a mis amigas y cuando me piden perdón un montón de veces. Y me gustaría pedirles perdón a mí. Porque tal vez yo tampoco supe reconocer el esfuerzo invisible que hacen cada día. Porque tal vez yo nunca les he agradecido lo suficiente que, pudiendo rendirse a las duras exigencias de sostener sus hogares, hayan decidido, además, criar a sus hijas en el feminismo.
Porque tal vez yo tampoco supe reconocer lo que eso suponía. Enfrentarse al monstruo de frente, cuestionarse su rol y cuestionarlo delante del resto. Enfrentarse al miedo que debe dar escuchar hablar de toda la violencia que hay en el mundo y pensar que son sus hijas las que tendrán que enfrentarse a él algún día.
Mis amigas me piden perdón un montón de veces. Y a mí, lo que me gustaría, es darle las gracias. Me gustaría decirles que su maternidad no solo no «les ha pillado en mal momento», sino que les ha pillado en el mejor momento de la Historia para transformarla. Y me gustaría decirles que ojalá algún día, todo ese amor, todo ese reconocimiento y todo ese agradecimiento sea para ellas. Porque sin ellas ni reuniones, ni carteles por las noches, ni actas, ni revolución.