Que la vergüenza cambie de bando.
Estas son las palabras que pronunció Gisele cuando se inició el juicio contra los 52 hombres de los más de 90 que la violaron durante más de diez años. Su marido, Dominique Pelicot drogaba a Gisele y después ponía anuncios en foros de puteros bajo el título “Sin su consentimiento”, para que los hombres que quisieran fueran a violarla mientras ella yacía inconsciente en su propia cama. En su propia casa. Fueron sus propios vecinos, en su pueblo de menos de 6.000 habitantes. De edades comprendidas entre los 26 y los 74 años. Periodistas, médicos, policías, electricistas, concejales, jubilados, padres de familia, hombres casados. Gisele decidió que el juicio fuera público. Para que todo el mundo viera y escuchara a aquellos hombres, a pesar de que eso supondría que su propia identidad también se desvelara. Ella no debía sentir vergüenza, por haber sido violada, dijo. Quienes tenían que sentir vergüenza eran los hombres que habían destrozado su vida.
Que la vergüenza cambie de bando.
Las mujeres hemos sido criadas y educadas en la vergüenza. En sentir vergüenza por todo lo que tiene que ver con nosotras. Hemos sido educadas en escondernos por vergüenza. En esconder la sangre y en esconder el pelo. En esconder la carne, esconder la lágrima. Y en esconder el grito.
Crecemos creyendo que nuestro cuerpo está mal. Sintiendo vergüenza por no ser la niña que esperan que seamos. Sintiendo vergüenza por hablar demasiado alto. O por correr, o por jugar y mancharnos la falda los domingos.
Crecemos sintiendo vergüenza por explorar nuestros propios cuerpos, por hacer preguntas cuando tratamos de entender los cambios que suceden en él. Cuando compramos nuestros primeros tampones: vergüenza. Si nos manchamos el pantalón de sangre: qué vergüenza.
Crecemos odiando nuestros cuerpos. Si se nos marca el michelín: vergüenza. Si vamos sin depilar: ¿no te da vergüenza?. Si vamos sin sujetador: vergüenza. Si se nos vé por debajo de la camisa: qué vergüenza.
Si tenemos pronto nuestras primeras relaciones sexuales con otras personas: vergüenza. Si esperamos hasta creer sentirnos seguras: qué vergüenza.
Si damos la teta en público: vergüenza. Si damos biberón: qué vergüenza. Si salimos sin nuestras criaturas a tomar un café: vergüenza. Si las llevamos con nosotras al bar para cenar: ¿no te da vergüenza?
Las mujeres hemos sido criadas y socializadas en la vergüenza. Tanto, que incluso cuando sufrimos violencia, también somos nosotras, como víctimas, las que nos sentimos avergonzadas.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando nuestro primo nos manosea por las noches. O nuestro padre. O nuestro abuelo.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando nos dicen puta en el recreo del instituto porque el chico que dijo amarnos ha rulado nuestras fotos por todos sitios.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando un profesor se ofrece a darnos una tutoría para reforzar el temario y después nos toca la pierna por debajo de la mesa.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando nuestro jefe nos ofrece un aumento de sueldo a cambio de pasar la noche con él en un hotel.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando, arrodilladas frente al water, nos provocamos la arcada y el vómito después de que nuestro novio nos haya vuelto a decir que estamos gordas.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando el señor al que cuidamos, sin contrato y sin papeles, nos toca y nos humilla mientras le cambiamos el pañal.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando salimos de fiesta y amanecemos en casa de un desconocido, con el alma rota, y sin recordar nada de lo que ha pasado.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando un miembro de los cuerpos y fuerzas de seguridad nos viola mientras tratamos de escapar de las bombas y pasar a otro lado de una frontera para salvaguardar nuestras vidas.
Somos nosotras las que nos avergonzamos cuando soportamos palizas e insultos porque creemos que esa es la única forma de proteger a nuestras criaturas.
La vergüenza viene de la mano del silencio.
Callamos.
Callamos porque nos da vergüenza, a nosotras, reconocer que hemos sido violentadas.
Porque nos han hecho creer, desde muy pequeñas, que nuestra palabra no vale nada. Que nos lo inventamos. Que lo exageramos. Que nadie va a creernos. Que algo habremos hecho mal nosotras. Que esto nos pasa por tontas, o por descuidadas, o por confiadas. O por sinvergüenzas. Los perversos giros de tuerca del sistema: nos educan para sentir vergüenza por todo, y después nos llaman sinvergüenzas cuando tratamos de romper el silencio y pedir ayuda. Salir del círculo de la vergüenza es una gesta inconmesurable. Y así seguimos: callando por vergüenza. Ocultando vejaciones, abusos, traumas. Vergüenza. La vergüenza heredada de nuestras madres y la vergüenza heredada de nuestras abuelas.
La vergüenza viene de la mano del silencio. Y el silencio viene de la mano de la muerte. Morir por la vergüenza. A las mujeres nos matan por la vergüenza.
Y nosotras nos preguntamos, ¿hasta cuándo?
¿Cuánta vergüenza más pueden sostener nuestros cuerpos?
Hoy estamos aquí para exigir que la vergüenza cambie de bando. Para que sean los agresores y sus cómplices quienes se avergüencen. Para que sean ellos a quienes la sociedad señale.
No somos nosotras quienes debemos sentirnos avergonzadas.
Son los hombres que manosean a las niñas, los profesores que acosan a sus alumnas, los jefes que chantajean a sus compañeras. Son los hombres que agreden a sus amigas. O a las amigas de sus amigas. Son los hombres que drogan a las mujeres. Son los hombres que callan mientras sus amigos drogan a las mujeres. Son los hombres que violan a las mujeres. Son los hombres que pagan por violar a las mujeres. Son los hombres que violan a las niñas. Son los hombres que trafican con los cuerpos de las mujeres. Son los hombres que utilizan a sus criaturas para torturar a las mujeres. Son los hombres que matan a sus criaturas para vengarse de las mujeres. Son los hombres que matan a las mujeres.
No somos nosotras quienes debemos sentirnos avergonzadas.
Son las instituciones que convocan minutos de silencio, las que pintan contenedores de morado y las que programan fiestas y conciertos los 25 de noviembre. Son las instituciones que nos arrebatan nuestros espacios seguros, las que malgastan los fondos públicos destinados a protegernos. Son los medios de comunicación, que manipulan nuestras historias, que tergiversan sus titulares, que frivolizan con nuestro dolor. Es el sistema judicial y policial, que cuestiona nuestros relatos, que nos obliga a compartir custodia con quien nos maltrata, que nos prometen protección y después nos abandonan, que nos arrinconan.
No somos nosotras quienes debemos sentirnos avergonzadas.
Son quienes dicen que “si tan mal estaba, debería haberse separado antes”, quienes dicen que “algo habrá hecho ella”, o que “tendría que haber tenido más cuidado”, o quienes dicen que “tendría que haber denunciado”. O quienes, simplemente, callan.
No somos nosotras quienes debemos sentirnos avergonzadas. Porque es a nosotras a quienes están matando, humillando, insultando, torturando, vendiendo y lapidando.
Hoy estamos aquí para gritar fuerte.
Para que ninguna mujer se ahogue en la inmensidad de una cama sola, en peligro y en silencio. Sintiéndose avergonzada por lo que le hicieron otros.
Para que ninguna mujer ni ninguna niña cargue más con una vergüenza que no es suya. Que no es nuestra.
Hoy estamos aquí para gritar fuerte y para exigir que, de una vez y por todas, la vergüenza cambie de bando.